Anda cógelo





[sonando:gotan Project-let´s tango]
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El viento azotaba el oscuro abrigo del hombre. La visión de aquella figura al final de la calle desierta la había dejado sin palabras. Creía que no volvería a ver a nadie. Nunca.
Pero allí estaba él. Mirando calle arriba con la cabeza gacha protegiéndose el rostro con el ancho cuello del gabán.
-No te había imaginado…-musitó entrecortadamente con unos labios que no notaba suyos.
El frío hizo que un efímero y opaco vaho brotara de su boca caliente. Miró por un momento al hombre a través de su aliento: ¿cuánto tiempo llevaba sin hablar?, ¿Cuántos meses habían pasado desde que escuchara su propia voz?, ¿Desde que lloró por última vez?
Un nudo iba creciendo en su garganta, un combinado de nervios, esperanza y desconcierto.
El hombre realizó un breve movimiento de cabeza. Su breve susurro había sido percibido en esa ciudad sordomuda. No daba crédito. Apretaba sus frías manos, la una contra la otra, frotándolas. El resto de su cuerpo estaba inmóvil, inerte. Esperando.
-Pensaba que no había nadie más-dijo de pronto el hombre.
Y la resonancia que causó en aquel vacío lugar le fue familiar. Conocía esa voz. Era fina pero penetrante.

Lo había oído gritar hacía un par de meses.

Cuando no hay gente que utilice máquinas, que lleve coches, que encienda luces, una gran ciudad puede ser muy silenciosa. Y cualquier pequeño sonido rebota incesablemente de un edificio a otro, circulando por las grandes y estrechas calles, haciéndolo cada vez más y más dilatado.
Pensaba en Dios cuando oía de vez en cuando rumores, pequeños ruidos que la despertaban de un sueño poco profundo, o la hacían dar un respingo mientras leía algún libro. Lo imaginaba ahí jugueteando con su pequeña creación. Y ella se sentía tan incómoda…no estaba bien hacer eso. No debía escuchar a escondidas.
Fue un pequeño error, él se olvidó de ella.
Y ella tenía miedo de que él la encontrase.

La primera vez que escuchó uno de sus gritos, ella dormía en un gran piso de la alta burguesía, vacío como todos, en una calle principal.
Había decidido quedarse en ese un tiempo. Le gustaba. Era, austero y nada personal.
Agradable y confortable con suelo de parquet, grandes puertas dobles y techos altos. La cama era blanca y estaba limpia cuando llegó. Tenía una gran biblioteca, un hermoso piano y bastante comida enlatada. Era de los pocos lugares, desde que el mundo era soledad y silencio, en donde había podido conciliar el sueño.
-¡Eh!, ¿estás ahí?...
Se levantó de un salto. ¿Había oído aquella voz masculina de verdad o aún estaba medio dormida?... ¿Ese era Dios? ¿Habría descubierto por fin su pequeño desliz, su impropio olvido?
Abrió el gran ventanal blanco y esperó. Las exclamaciones nerviosas de aquella voz volvieron a resonar en el cielo gris de la ciudad muerta.
Oh no, Dios no estaría nervioso. Nunca se mostraría desesperado.
Había, entonces, alguien más.
Corrió al salón, cogió un atizador de la chimenea y empezó a golpear los hierros del balcón un millón de veces. Con todas sus fuerzas. Y esperó.
Pero no ocurrió nada. La voz se había callado.
Estuvo formando aquel escándalo ensordecedor el resto del día.
Posteriormente, caminó por las calles desocupadas durante tres días más, buscando al dueño de aquella voz, llevando consigo, abierta y usada como reclamo, una caja de música que había encontrado en la casa.
Finalmente, desistió. Y creyó haberlo imaginado.
Siguió con su vida. Haciendo esa extraña existencia que le había tocado afrontar sola. Siguió bajando al supermercado apagado y vacío, a por latas de albóndigas en salsa y raviolis. Temiendo que llegara el día en el que ni lo enlatado se librara de la descomposición y el hedor que aún, después de tanto tiempo, seguía impregnándolo todo.
Lo comía todo frío. Pues el gas se acabó el primer mes. Siguió aprovechando las horas de luz natural para leer, pasear y escribir. Iba a los museos. Buscaba zapatos y vestidos de su talla, en los almacenes de las grandes superficies comerciales. Intentaba acostumbrarse poco a poco a los ecos que sus zapatos propagaban en cualquier lugar adonde fuera. Intentó dejar de preguntarse qué había pasado y adónde había ido todo el mundo. Se acostumbró a vivir sin televisión, sin microondas y sin ordenador.A lavarse con agua embotellada. A mirar el teléfono silencioso y no echarse a llorar. A no esperar llamada alguna, jamás. A vivir sin alguien que le hiciera el desayuno, la besara o la hiciera reír. A no desesperarse en la soledad, en fin.

Y aquel día decidió salir a pasear, un poco más lejos de lo habitual. Intentando hacerlo por calles peatonales, pues era un espectáculo dantesco al que no se acostumbraba nunca, aquellas grandes avenidas llenas de coches desocupados en medio de la calzada, unos tras otros, que le invitaban a recordar que el mundo fue de otra manera y que un día, de repente, cambió.

Fue entonces, cuando, al girar una esquina, encontró a la voz.
-No te había imaginado…
-Pensaba que no había nadie más.
-Estoy yo. Yo sola.
El hombre del abrigo negro giró sobre sí, lentamente.
Se miraron largo y tendido, mientras escuchaban silbar el viento de poniente, sintiendo su fuerza removiéndoles los cabellos y las ropas.
-¿Solos?-preguntó él sin temor, alzando un poco más la voz para ser audible sobre el enérgico viento.
-…sí…solos- gritó ella y caminó hacía él, con paso lento pero seguro.
Se quedaron cerca, mirándose y escuchándose. Ávidos de calor verbal y corporal.
-Bien…-susurró con tranquilidad él, mientras la rodeaba con sus brazos.
Ella apoyó la cabeza en su hombro. Buscó una de las manos del hombre y la acercó a su pecho. Cerró los ojos y apretó su mano abierta contra la de aquel hombre único, sobre su corazón.
-Anda, cógelo y vamos.

LK

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