Pescando
A veces simplemente dejas la caña y esperas a que piquen. La dejas ahí, apoyada contra el amarre, y te vas a trabajar. Haces las compras, vas a la peluquería, quedas con las amigas para tomar un café… lo normal. Pero al volver a casa, sobre todo al meterte en la cama, agotada, cierras los ojos y recuerdas que la caña está allí, sola. Y te dices, así no van a picar. Si ni siquiera has comprado cebos. Te das la vuelta y te prometes comprar incluso anzuelos nuevos si hace falta, porque estás sola, y no tienes nada que decirle a nadie, así que lo normal en tal situación tediosa es pensar en engaños y señuelos. Resulta muy común en la mente humana, que le vamos a hacer… es que la dejas un momento en reposo y empieza a divagar y a inventar triquiñuelas…
Pero hay otras que, mira tú por dónde, se te olvida que estás sola. Y la palabra SOLA no te suena del todo mal. Y también llega a olvidársete el insulto con el que bautizabas al tipo que se inventó que estarlo es incómodo, contrario y/o enfermizo. Porque ni siquiera le odias. Simplemente no crees en él. En nada. Sólo en ti.
Y duermes muy ancha, y sin olor a pescado. No piensas en tu caña de pescar. Es más, no te acuerdas ya de pescar siquiera.
La cañita barata que te agenciaste está allí, dónde quiera que sea, meses y meses… y tú sin acordarte.
Hay gente que cuenta que han llegado a robársela, o incluso que la ha perdido.
Y ahí te ves, tú sin caña y alguien por ahí con dos.
Menuda suerte para ese y que gasto en cebos.
Pero eso dura poco. Todos llevamos un grumete dentro y es difícil que se eche una buena siesta sino es tras pescar algo gordo del que acaba agotado y exhausto. Y aunque esto pase, tarde o temprano, el energúmeno se despierta, se pone el impermeable amarillo, y entonces no te apetece más que tener hijos para darles varitas de merluza.
Pero también hay momentos en la vida de toda persona en el que te entra la ambición del pescador.
No se que es peor.
Llenas tu casa de cebos de todo tipo, mangón, miñoca, tita, coreana…
En la semana fantástica te compras todo los complementos que te faltan, plumas, anzuelos de aleaciones ultraligeras, comida incluso para los cebos… y vas vestido del Coronel Tapioca todo el día…
“Pescar” se convierte en tu nuevo hobby. Que digo, en tu vida. Todo lo demás es lo que haces mientras no puedes “Pescar”. Así ves la vida cuando el pescador se despierta.
Todo el día con la caña detrás, incluso si vas a sitios sin agua, tú con la caña en ristre. Y aún así, sin estanque, puerto, ni pecera, llegas, te colocas la gorra, el chaleco y ahí, dónde sea, en Mercadona mismo, te sientas y esperas a que piquen. Lo normal es que no pique ninguno, sino salta alguno vivo de la pescadería claro, pero eso no es lo normal… y es entonces cuando te vuelves muy malhumorado a casa. Te cagas en Chanquete, en las cebas, en la ofuscación que tiene uno antes de salir de casa, convencido de volver con el cubo lleno de “víctimas”. Y al final te empeñas en sentirte un desastre.
Y ahí no acaba la cosa… es entonces cuando no haces más que ver peces todo el día. De agua salada, de dulce. Allá dónde mires. Te cruzas en el metro a gente con su caña en una mano y un gran pez en la otra. Y vas por la calle, y más cañas buenas y peces lindos en la mano, y pulpos en arpones (esos pescadores buzos son los más atrevidos), y almejas y clóchinas, en cubos de agua.
Sientes que todo el mundo pesca, menos tú. Y cuanto más empeño pones, es cuando menos suena el cascabel de la caña.
Es la ley del pescador.
El consejo es que tienes que pensar en otra cosa, o por lo menos disimular, porque ellos lo notan… no creáis que nadan y ya está, eso de la memoria de tres segundos se lo inventó Pixar para que el pez azul tuviera gracia. Ellos saben cosas.
Están ahí, sabiendo tus ganas de comértelos. De pescarlos, de hacerles una buena foto con la Polaroid y llevártelos a casa para después presumir y maliciar con sus conocidos y amigos…
Lo mejor es dejar la caña lejos, no abandonada ¿eh?, y cambiando el cebo todos los días, sin grandes gastos. Una cosa normal. Y lo más importante de todo es olvidarse de estar pendiente todo el santo día de la caña … no hay que pensar en la posibilidad remota de hoy puede que pesques algo. Porque es entonces cuando, aunque el pez haya mordido el anzuelo, o incluso cuando lo estás sacando del agua, si él nota que estás demasiado jubiloso y risueño, esperanzado, con un fuerte golpe de cola se te escurre de las manos temblorosas, y en un plis plas te quedas sin pez y sin gusano.
Y es que todos somos peces y pescadores alguna vez, en momentos intermitentes y no escarmentamos.
Lo mejor, repito, es cuando el gran bribón de barba y camisa de rayas se echa una buena siesta y el cascabel no para de sonar y sonar y allí no hay nadie que vaya a recoger a los postrados, ansiosos por subir al barco del marinero que no quiere pescar… más que cuando entra el hambre, claro está.
LK
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