Un cuento
Érase una vez una joven princesa
Que vivía en un reino prospero y gozoso,
dónde los hombres de bien eran ranas
que al besarlas se convertían en bellos hombres.
Pero la princesa, manque sus esfuerzos,
siempre acababa siendo motivo de burla y chanza entre la plebe,
que la veía cómo una mujer trastornada,
incapaz besar a ninguna de las ranas
que hasta sus lejanas tierras hacían traer
y por lo tanto, incapaz de ser reina y gobernar dignamente.
-¡Oh Pobre Rey nuestro!...Al rey le ha salido una rana!
-La locura camina entre las murallas de su castillo...-Se hablaba en los mercados.
-Y lleva faldas fácilmente arremangables...-.reía el populacho en la taberna.
-...Llenas de sucias ranas!
Siempre andaba sumida en sus pensamientos, soñando despierta, por los pasillos de la fortaleza.
Tropezaba asiduamente, y olvidaba cualquier cosa que se le dijera o mandara hacer.
Decía cualquier cosa que se le antojara, sin reparar en protocolos y saber estares.
Ranas y ranas hacían llegar al castillo en sacos de arpillera
Y a ninguna quería besar la princesa.
Pues era más la repugnancia que sentía al pensar
que esos graciosos seres se convertirían en aburridos muchachos de pelo en pecho
que jamás pudieron hacer que besara a ninguna.
El castillo era una locura, miles de ranas brincaban por doquier,
En la cocina las ollas se tapaban por miedo a cocinar alguna,
Bajo las cubiertas de las camas en los aposentos, dormían cientos de ellas,
Y en la noche sólo se oía el croar de todas ellas al unísono.
Las doncellas gritaban y clamaban al señor que se llevara la maldición
Que reposaba sobre el reino y la princesa.
El rey descompuesto, cayó enfermo.
Y ella con ranas en los bolsillos le atendía en cuidados.
Él, suplicaba que besara alguna de ellas,
Para poder morir en paz.
Pero ella, con lágrimas en los ojos
Negaba con la cabeza.
-No quiero ser de nadie, padre.
Adoro a todas las ranas. ¡No podría elegir a una!
¡Tan bellos son los dibujos de sus cuerpos!
¿Cómo saber si la elección fuera la correcta?
El viejo Rey se rendía ante sus locos argumentos
Y la muchacha seguía sus quehaceres entre ranas y risas.
Un día, llegó al reino un viejo harapiento, y se dirigió al castillo.
Plegó hablar con el aquejado Rey,
expresando que conocía la manera de casar a su especial hija.
Rápidamente le llevaron ante el lecho del Rey.
El viejo andrajoso se postro ante él, y le explico largamente su plan.
El rey, desesperado, haciendo caso omiso de sus consejeros,
dudosos ante la certeza de tal desfachatada historia,
aceptó de inmediato.
Y mandó preparar el equipaje de la princesa.
Que rápidamente fue conducida en un carruaje discreto
junto al viejo harapiento y un pequeño séquito de confianza
al extraño lugar en dónde se produciría el esperado momento.
Divertida bajó del carruaje, y se encontró maravillada
ante la ciénaga a la que había sido conducida tan largo trecho,
mientras que la comparsa se miraba insegura asqueándose
ante tales olores y frondosidad del paisaje húmedo.
La princesa fue guiada por el viejo entre las aguas sucias de la ciénaga.
Caminaron hacia una pequeño montante que sobresalía entre el moho,
remangándose los faldones y en silencio.
El séquito no quiso avanzar, quedándose atónito junto al carruaje.
Al llegar, la joven distinguió entre la vegetación,
una rana astrosa y solitaria que miraba a las moscas
sin ningún deseo de atraparlas.
-¡Oye!, le gritó el viejo. –
Aquí sigues, esperando, esperando...
El animal hizo un breve movimiento con desdén,
tratando de encontrar el lugar de donde salía aquella voz.
La muchacha no podía hablar,
no podía gesticular en modo alguno
pues por primera vez en su corta vida
encontró algo hermoso
y sintió el deseo de no querer cambiarlo nunca.
Y deseo no volver a apartar lo ojos de aquello
Que le había hecho sentir tal dilatación
Y creado el más hondo pálpito en su corazón.
La aburrida rana los vio llegar, y al ver a la princesa se ruborizó.
Intento huir piedra abajo sin mucha apresura.
La muchacha se inclinó hacia la extraña rana.
-Espera...-susurró dulcemente.
La rana se volvió, y ella sin pensarlo, la besó.
Entre una estela de bombillas amarillas el viejo haraposo desapareció
Mientras, ajenos a todo,
La rana y la princesa se tentaron
y descubrieron cuánto distaban el uno del otro
y, a su vez, cuánto se habían anhelado.
No hicieron falta palabras,
ni cartas de amor,
no hicieron falta demostraciones burdas
ni papeles firmados,
no hizo falta más que un momento
para comprender lo incomprensible.
Los cortesanos oteaban desde lejos, cuchicheaban,
querían saber qué estaba pasando allá a lo lejos.
Uno de ellos avanzó algunos pasos,
-¿Qué es lo que ves?, preguntaron los otros.-Contadnos, rápido.
-Pues creo que se han ido, porque sólo veo dos ranas sobre la misma roca en mitad de la ciénaga apestosa...
GraciasCarmen!
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