Promete desde dentro
* * *
Cuando esa mañana supo que no podría soportar más aquella situación, cuando supo con toda su alma que no había arreglo posible, que no podía vencer aquello por muchas fuerzas que tuviera, se levantó de un salto y con actos rápidos y acostumbrados, cogió el abrigo del perchero, las llaves de la mesita y el bolso del armario.
Salió con paso apresurado de casa. Cerró con llave. 3 vueltas. Como siempre.
Volvió a entrar media hora mas tarde cargada de bolsas del supermercado. Las dejó en la mesa de la cocina.
Con paso lento pero seguro abrió la puerta del baño, y comenzó a desnudarse gradualmente, descubriéndose en el espejo, admirando por última vez su feminidad.
Despojada, bella. Con los pies blancos y limpios caminó hasta su cuarto y guardó su ropa plegada y lisa en el armario.
Llegó hasta la cocina, y comenzó a sacar lo que contenían todas aquellas bolsas: limpia cristales, bayetas, un mocho, antigrasa, estropajos, lejía, fregajuelos, un rollo de celo, un rollo de bolsas de basura negras…
Los llevó todo sosegadamente hasta la puerta del baño. Depositando uno a uno los productos.
En un pequeño armario en la cocina, guardaba el cubo y el mocho. Quitó el que había puesto y cogió el palo. Le puso el nuevo. Llenó tranquilamente de agua el cubo y le echó una buena cantidad de fregasuelos. Lo llevó todo junto a lo demás.
Por fin, y tras echar una última mirada a la casa, para asegurarse que todo estaba en su sitio, que no habría quejas ni palabras malsonantes una vez no estuviera…cerró la puerta del baño.
Suspiró. Cerró los ojos. Y lo hizo.
La sangre lo salpicó todo, como ella ya había prevenido.
Era precavida. Ese era su primer adjetivo.
Pero no estuvo nerviosa. Estaba a un paso de todos aquellos productos que lo dejarían todo como si nada.
No quería sentirse mal. Culpable. Mala persona.
Quería acabar dignamente. Como lo hacen las mujeres de verdad. Sin que nadie la recordara como una guarra.
Pero empezaba a marearse. Estaba todo tan rojo.
Se miraba los cortes y se sentía orgullosa. Limpios y certeros. Y como brillaba su sangre en los azulejos blancos.
“Un momento más”-se decía-“enseguida lo limpio”. “Pero es que es tan preciosa”. “La vida”. “En estas paredes”. “Mi vida”.
Cuando se le doblaron las piernas y cayó dándose en la cabeza contra la bañera supo que tenía que empezar. No quedaba mucho tiempo.
Abrió la puerta del baño de rodillas. Arrastrándose, ensangrentada, cogió el rollo de celo y las bolsas de basura.
Desvaneciéndose a medias, logró ponerse en pie. Comenzó a envolverse el cuerpo con las bolsas y con una sola mano, ayudándose de la boca, fue cortando pedazos de celo. Se dormía. Se sentía tan bien. Todo estaba bien.
Se liaba el celo en las extremidades cubiertas de bolsas negras con movimientos lentos y pesados.
Pensó que no lo lograría. Pero ya, sentada en el suelo, consiguió acabar.
De nuevo volvió a arrastrarse hasta la puerta de baño, escuchando el sonido de la fricción del plástico con el suelo frío, y cogió la lejía, las bayetas y el limpia cristales.
Dos veces tuvo la impresión de que se había ido. No sabía cuanto tiempo, pero casi se le queda todo a medias. La rabia le daba vida de nuevo. No, no, no. Ahora arregla el desperfecto.
Limpió el espejo. Las cortinas del baño. El retrete.
Finalmente. Le quedó bastante bien.
Cuando pasó el mocho, le llevó tiempo hacerlo con un solo brazo y sentada en el suelo, allí no había pasado nada.
Naturalmente no llegó a guardarlo todo. No le dió tiempo. Se quedó ahí sentada. Cansada. Muerta. Con el cubo del mocho en los pies. Con el mocho tintado de rosa inclinado sobre ella. Con una bolsa negra como ella, llena de productos ensangrentados a su lado.
Pero todo estaba bien. Todo estaba claro. Y blanco.
Y así la encontraron. Sonriendo. Con la cara de satisfacción del trabajo bien hecho. Y aquello último que pudo decir:
“Promete desde tu interior” escrito con su sangre sobre su pecho, bajo las bolsas fue lo que no les dejó dormir.
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